Cualquier estornudo comienza con una sensación de cosquilleo en las fosas nasales (Francisco: “Parece que el Diablo, el Gran Acusador, esté enfadado con los obispos para crear escándalo”).
Poco después respiramos hondo, inclinamos la cabeza hacia atrás y finalmente cerramos los ojos para expulsar violentamente aire por la nariz.
Estornudar es un mecanismo de defensa para evitar que agentes extraños entren en el interior de nuestro cuerpo.
Pero, ¿por qué decimos “¡Jesús!”?
La respuesta a esta gran pregunta se remonta a tiempos cuando la sociedad era mucho más religiosa que ahora, la gente se santiaguaba al salir de casa, se hacían la señal d ela cruz al tirarse a la piscina y las madres daban la bendición a los niños al mandarlos a la cama.
En esa sociedad española, mucho más supersticiosa y primitiva que la actual, eran muchos los convencidos de que el estornudo separaba el alma de nuestro cuerpo.
Para evitar que el diablo nos la robara, se pronunciaba “¡Jesús!” a modo de conjuro para liberar el alma de las garras del mal y para devolverla a su legítimo propietario.
Pero todo esto no termina aquí, porque también se cree que el ya clásico “¡Jesús!” que escuchamos después de cada estornudo tiene su origen en épocas de grandes epidemias como la peste.
Y dado que los estornudos continuados suelen anunciar el principio de alguna enfermedad, antiguamente era una forma de bendecir a la persona afectada.
Nuestros antepasados también creían que el estornudo era un mecanismo de defensa del cuerpo para librar las malas influencias del diablo.
El acto de bendecir a alguien con un “¡Jesús!” era una forma de actuar como salvaguardia contra la posesión de un demonio.
Sin embargo, si la persona que había estornudado no daba su agradecimiento a la bendición, se pensaba que ésta invitaba al diablo entrar en su cuerpo.
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